Bajé las escaleras arreglada dirigiéndome a la cocina que era dónde
solíamos cenar, al no ser que tuviéramos visita o fuera algún acontecimiento,
pues era bastante espaciosa; y mejor ahí, que estaba todo a mano.
En invierno era lo mejor de la casa, pues con la chimenea encendida
resultaba tan acogedora, que apenas nos movíamos a otra estancia de la casa que
no fuera para ir al baño o a dormir.
La cena estaba sobre la mesa. Mi madre había preparado unas tortillas
francesas y ensalada. Roberto ya llevaba media tortilla comida, le sonreí al
sentarme, no era extraño que estuviera ya comiendo, no había merendado nada.
-
Aquí tienes, Samara.- me dijo mi madre soltando la
tortilla en un plato de la mesa frente a mí.- No dejes nada, por favor.
La miré extrañada.
-
Claro.- nunca dejaba nada, pero bueno.
Continúo haciendo un par de tortillas más, vi que las tenía preparadas.
Seguramente eran para mi padre y mi hermano mayor, que debían estar al llegar.
Observé a mi madre; tenía el pelo liso y corto, la piel blanquita, era alta
y algo rellena debido a sus tres embarazos; su rostro tenía forma de corazón,
cuando tenía calor, sus carrillos se ponían colorados al instante y parecía
Heidi. Sus ojos eran grises oscuros, a veces, según su ánimo parecían negros.
Le encantaba coser y hacer manualidades, por lo que la casa estaba algo más que
decorada, y nuestros armarios no precisamente vacios.
La puerta de la cocina se abrió; miré quién había llegado.
-
Hola.- dije junto con mi hermanito que había dejado de
comer para ello.
-
Hola niños.- dijo mi padre acercándose a nosotros y
dándonos un suave beso en la frente.
Mi padre mantenía un aspecto joven, tenía el pelo rizado y castaño claro,
igual que mi hermano pequeño, sus ojos eran de un color marrón ambarino grandes;
su rostro era cuadrado, como una escultura griega bien moldeada, con labios
finos y pestañas espesas. Constantemente iba de traje chaqueta, era el director
de la empresa “Tiempo de oro”, la levantó él mismo comenzando con una pequeña
tienda, y con el paso del tiempo, y alguna que otra ayuda, fue haciéndose
enorme, tanto, que ahora ocupaba un edificio de la ciudad.
Se acercó a mi madre y la tomó cariñosamente en un abrazo desde atrás, le
dio otro beso, al que mi madre no respondió tan afectuosa como siempre. Mi
padre lo notó. Se quedaron mirándose serios, como leyéndose el pensamiento.
-
Hola enanos.- nos dijo mi hermano mayor sentándose en
la mesa.- ¿Qué tal vuestro día?
Raúl me llevaba cinco años, tenía veinticuatro; estudiaba ingeniería
electrónica con la idea de poder meterse en la empresa de mi padre en un
futuro. Mi hermano mayor tenía el pelo liso y corto, era blanco de piel como mi
madre, y algo más alto que yo. Había heredado los ojos ambarinos de mi padre,
pero la cara con forma de corazón de mi madre; ¿y por qué no decirlo? Era
realmente atractivo, pero no tenía ninguna novia. Medía un metro con ochenta y
cinco cm, y no, nunca había jugado a baloncesto, su hobby siempre había sido el
atletismo, igual que a mí; y había sido muy bueno mientras estaba en el
instituto, pero lo había dejado por los estudios. Iba y venía de la
universidad, la cual se encontraba en la capital a una hora en coche, y
trabajaba por las tardes en una tienda de informática, pues quería comprarse su
propio coche, siempre iba en autobús o con algún amigo; y mis padres le dijeron
que se ganara el sustento para tenerlo.
Ahí iba otra de esas normas: Todo hay que conseguirlo por nuestros propios
medios y asumir nuestras consecuencias. Y digo yo, no éramos precisamente
pobres, ¿por qué no le compraban el coche? Raúl sacaba unas notas excelentes,
le habían dado una beca, y no había repetido nunca; es más, el respetaba ese
extraño horario que para mí se estaba convirtiendo como una cerradura pesada.
-
Pues como siempre, ya sabes.- le dijo Roberto
terminando su tortilla.- Haciendo los deberes, jugando, viendo la tele…
Raúl le miró sonriente.
-
Parece que te divertiste.
Roberto le miró resoplando.
-
Síiiii…- contestó desinteresado- divertidíiiiiiiiiisimo.
El gesto fue tal que tuve que reír con Raúl.
-
¿Y tú, Samy?- Me preguntó.- Te veo muy guapa, ¿vas a
algún lado?
-
Eh… sí. He quedado con Ana a las diez en su casa.
-
Vaya, es un poco tarde, deberíais haber quedado antes,
sólo vas a tener dos horas para pasarlo bien.- me encogí de hombros notando como
mis padres se habían vuelto e iban a sentarse a la mesa. Mi madre puso las
tortillas correspondientes que faltaban antes de tomar asiento. - ¿Y el
deporte?
Le sonreí, mi hermano estaba encantado de que hubiera seguido con lo que él
había dejado.
-
Batí un nuevo record.
-
¿Otro? – asentí, mi padre sonrió mirándome afable.-
Eso es genial, Samy. ¿Cuánto esta vez? ¿Los 200 metros lisos?
-
Si, veintidós con tres segundos.
-
Guau.- dijo maravillado.
Sonreí orgullosa.
-
De acuerdo, ahora a comer. Vamos, Samara, o llegarás
tarde.- me dijo mi madre.
Por poco lo olvidaba, lo cierto que me llevaba muy bien con mi familia, con
mi hermano mayor sobre todo. Comencé a partir la tortilla.
-
Samara,- alcé mi mirada en respuesta.- hacía tiempo
que no te veía tan guapa, hija. Veo que te has puestos los pendientes que te
regalé.
Asentí algo sorprendida por el comentario. Mi padre sonrió y me pareció
algo triste, su rostro, que siempre parecía joven, dejó ver unas pequeñas y
marcadas arrugas. Mi madre cogió una de sus manos, se miraron un instante y
volvieron a mirarme.
-
Cariño,- comenzó mi madre a decir.- quiero que sepas
que te queremos más que a nada en este mundo, - mi hermano mayor también se
quedó mirándolos extrañado.- no lo olvides, siempre hemos pensado en lo mejor
para ti.
Dejé el tenedor.
-
¿A qué viene esto de repente?
-
Mamá dice que vas a salir, Samara.- me contestó mi
padre.
Le miré perpleja.
-
Sí, como siempre, con mi amiga Ana, ya la conocéis. Y
no voy a salir de la ciudad. Estaremos donde siempre, en el pub Silence.- Me
sonrieron de nuevo enmascarando aflicción. ¿Qué les pasaba?- ¿Papá, mamá? ¿Os
encontráis bien?- la punzada de dolor que había sentido antes de ducharme,
volvía a mí con más intensidad, eso me asustaba.
-
Claro, cariño, sólo necesitábamos decírtelo.- me
contestó mi padre, pero no me convenció.
Miré el reloj de la cocina que estaba a mi lado derecho en la pared. Me
incorporé, tomé el último trozo de la cena.
-
Tengo que irme.
-
Adiós mi niña. Cuídate mucho.- me dijo mi madre con
cariño.
Noté como hacía un esfuerzo por decirlo con calma. Mi padre la besó en la
frente como queriendo tranquilizarla, le dijo algo al oído.
Mi hermano pequeño iba a su bola pendiente de la televisión. Raúl, estaba
confundido, tanto como yo, por lo extraño de la situación; pero no decía nada.
Era como una despedida, como si fuera a irme a algún lugar lejano del que no
volvería. Que yo supiera, la casa de Ana estaba a dos calles de aquí; y el pub
a una manzana, al menos, desde el centro a mi casa, era una manzana.
Me lo tomé con ironía. Estaba algo raros, desde luego, pero no había de qué
preocuparse.
Alcancé mi chaqueta y bolso que había dejado en una silla de la cocina,
noté que mi bolso pesaba un poco más de lo normal. Lo abrí para comprobar que
sólo llevaba lo necesario. Mi padre me paró.
-
Te he metido un regalo, cariño.- ¿Cuándo lo había
hecho? Recapitulé en mi cabeza: él había llegado, nos había besado en la
frente, como de costumbre, había cogido a mamá… Y bueno, ellos se habían
quedado muy serios y después, Raúl me había entretenido con su charla, en ese
momento debí perderme algo.- Míralo cuando quieras, es una sorpresa. Llévatelo
esta noche contigo.
-
Gracias, papá, no tenías que molestarte.
Sonrió frágilmente. Me coloqué la chaqueta y colgué el bolso.
-
Hasta luego.- dije desapareciendo de la cocina y
dirigiéndome al vestíbulo.
Fue cuando entonces tomé aire, suspiré largamente y abrí la puerta de la
calle saliendo afuera. Cerré, avancé meditativa unos pasos y me volví para
observar mi casa, con su sencilla fachada de color blanco, con una gran ventana
al lado derecho con verja y tres balcones repartidos a lo largo en la siguiente
planta. Iba a irme, cuando me percaté de algo, volví de nuevo a mirar mi casa,
¿cuándo habían pintado esa extraña figura encima de la puerta? Parecía… como un
torbellino con agujas doradas… ¿un reloj?
Me encogí de hombros incrédula, seguramente mis padres la habían pintado de
mentira para que no olvidara la hora de queda.
Suspiré largamente retomando mi camino, sin darme cuenta de que la señora
Ximitsu me había estado observando desde su ventana.
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