miércoles, 18 de julio de 2012

3.- Despedidas sin sentido.



Bajé las escaleras arreglada dirigiéndome a la cocina que era dónde solíamos cenar, al no ser que tuviéramos visita o fuera algún acontecimiento, pues era bastante espaciosa; y mejor ahí, que estaba todo a mano.
En invierno era lo mejor de la casa, pues con la chimenea encendida resultaba tan acogedora, que apenas nos movíamos a otra estancia de la casa que no fuera para ir al baño o a dormir.
La cena estaba sobre la mesa. Mi madre había preparado unas tortillas francesas y ensalada. Roberto ya llevaba media tortilla comida, le sonreí al sentarme, no era extraño que estuviera ya comiendo, no había merendado nada.
-          Aquí tienes, Samara.- me dijo mi madre soltando la tortilla en un plato de la mesa frente a mí.- No dejes nada, por favor.
La miré extrañada.
-          Claro.- nunca dejaba nada, pero bueno.
Continúo haciendo un par de tortillas más, vi que las tenía preparadas. Seguramente eran para mi padre y mi hermano mayor, que debían estar al llegar.
Observé a mi madre; tenía el pelo liso y corto, la piel blanquita, era alta y algo rellena debido a sus tres embarazos; su rostro tenía forma de corazón, cuando tenía calor, sus carrillos se ponían colorados al instante y parecía Heidi. Sus ojos eran grises oscuros, a veces, según su ánimo parecían negros. Le encantaba coser y hacer manualidades, por lo que la casa estaba algo más que decorada, y nuestros armarios no precisamente vacios.
La puerta de la cocina se abrió; miré quién había llegado.
-          Hola.- dije junto con mi hermanito que había dejado de comer para ello.
-          Hola niños.- dijo mi padre acercándose a nosotros y dándonos un suave beso en la frente.
Mi padre mantenía un aspecto joven, tenía el pelo rizado y castaño claro, igual que mi hermano pequeño, sus ojos eran de un color marrón ambarino grandes; su rostro era cuadrado, como una escultura griega bien moldeada, con labios finos y pestañas espesas. Constantemente iba de traje chaqueta, era el director de la empresa “Tiempo de oro”, la levantó él mismo comenzando con una pequeña tienda, y con el paso del tiempo, y alguna que otra ayuda, fue haciéndose enorme, tanto, que ahora ocupaba un edificio de la ciudad.
Se acercó a mi madre y la tomó cariñosamente en un abrazo desde atrás, le dio otro beso, al que mi madre no respondió tan afectuosa como siempre. Mi padre lo notó. Se quedaron mirándose serios, como leyéndose el pensamiento.
-          Hola enanos.- nos dijo mi hermano mayor sentándose en la mesa.- ¿Qué tal vuestro día?
Raúl me llevaba cinco años, tenía veinticuatro; estudiaba ingeniería electrónica con la idea de poder meterse en la empresa de mi padre en un futuro. Mi hermano mayor tenía el pelo liso y corto, era blanco de piel como mi madre, y algo más alto que yo. Había heredado los ojos ambarinos de mi padre, pero la cara con forma de corazón de mi madre; ¿y por qué no decirlo? Era realmente atractivo, pero no tenía ninguna novia. Medía un metro con ochenta y cinco cm, y no, nunca había jugado a baloncesto, su hobby siempre había sido el atletismo, igual que a mí; y había sido muy bueno mientras estaba en el instituto, pero lo había dejado por los estudios. Iba y venía de la universidad, la cual se encontraba en la capital a una hora en coche, y trabajaba por las tardes en una tienda de informática, pues quería comprarse su propio coche, siempre iba en autobús o con algún amigo; y mis padres le dijeron que se ganara el sustento para tenerlo.
Ahí iba otra de esas normas: Todo hay que conseguirlo por nuestros propios medios y asumir nuestras consecuencias. Y digo yo, no éramos precisamente pobres, ¿por qué no le compraban el coche? Raúl sacaba unas notas excelentes, le habían dado una beca, y no había repetido nunca; es más, el respetaba ese extraño horario que para mí se estaba convirtiendo como una cerradura pesada.
-          Pues como siempre, ya sabes.- le dijo Roberto terminando su tortilla.- Haciendo los deberes, jugando, viendo la tele…
Raúl le miró sonriente.
-          Parece que te divertiste.
Roberto le miró resoplando.
-          Síiiii…- contestó desinteresado- divertidíiiiiiiiiisimo.
El gesto fue tal que tuve que reír con Raúl.
-          ¿Y tú, Samy?- Me preguntó.- Te veo muy guapa, ¿vas a algún lado?
-          Eh… sí. He quedado con Ana a las diez en su casa.
-          Vaya, es un poco tarde, deberíais haber quedado antes, sólo vas a tener dos horas para pasarlo bien.- me encogí de hombros notando como mis padres se habían vuelto e iban a sentarse a la mesa. Mi madre puso las tortillas correspondientes que faltaban antes de tomar asiento. - ¿Y el deporte?
Le sonreí, mi hermano estaba encantado de que hubiera seguido con lo que él había dejado.
-          Batí un nuevo record.
-          ¿Otro? – asentí, mi padre sonrió mirándome afable.- Eso es genial, Samy. ¿Cuánto esta vez? ¿Los 200 metros lisos?
-          Si, veintidós con tres segundos.
-          Guau.- dijo maravillado.
Sonreí orgullosa.
-          De acuerdo, ahora a comer. Vamos, Samara, o llegarás tarde.- me dijo mi madre.
Por poco lo olvidaba, lo cierto que me llevaba muy bien con mi familia, con mi hermano mayor sobre todo. Comencé a partir la tortilla.
-          Samara,- alcé mi mirada en respuesta.- hacía tiempo que no te veía tan guapa, hija. Veo que te has puestos los pendientes que te regalé.
Asentí algo sorprendida por el comentario. Mi padre sonrió y me pareció algo triste, su rostro, que siempre parecía joven, dejó ver unas pequeñas y marcadas arrugas. Mi madre cogió una de sus manos, se miraron un instante y volvieron a mirarme.
-          Cariño,- comenzó mi madre a decir.- quiero que sepas que te queremos más que a nada en este mundo, - mi hermano mayor también se quedó mirándolos extrañado.- no lo olvides, siempre hemos pensado en lo mejor para ti.
Dejé el tenedor.
-          ¿A qué viene esto de repente?
-          Mamá dice que vas a salir, Samara.- me contestó mi padre.
Le miré perpleja.
-          Sí, como siempre, con mi amiga Ana, ya la conocéis. Y no voy a salir de la ciudad. Estaremos donde siempre, en el pub Silence.- Me sonrieron de nuevo enmascarando aflicción. ¿Qué les pasaba?- ¿Papá, mamá? ¿Os encontráis bien?- la punzada de dolor que había sentido antes de ducharme, volvía a mí con más intensidad, eso me asustaba.
-          Claro, cariño, sólo necesitábamos decírtelo.- me contestó mi padre, pero no me convenció.
Miré el reloj de la cocina que estaba a mi lado derecho en la pared. Me incorporé, tomé el último trozo de la cena.
-          Tengo que irme.
-          Adiós mi niña. Cuídate mucho.- me dijo mi madre con cariño.
Noté como hacía un esfuerzo por decirlo con calma. Mi padre la besó en la frente como queriendo tranquilizarla, le dijo algo al oído.
Mi hermano pequeño iba a su bola pendiente de la televisión. Raúl, estaba confundido, tanto como yo, por lo extraño de la situación; pero no decía nada. Era como una despedida, como si fuera a irme a algún lugar lejano del que no volvería. Que yo supiera, la casa de Ana estaba a dos calles de aquí; y el pub a una manzana, al menos, desde el centro a mi casa, era una manzana.
Me lo tomé con ironía. Estaba algo raros, desde luego, pero no había de qué preocuparse.
Alcancé mi chaqueta y bolso que había dejado en una silla de la cocina, noté que mi bolso pesaba un poco más de lo normal. Lo abrí para comprobar que sólo llevaba lo necesario. Mi padre me paró.
-          Te he metido un regalo, cariño.- ¿Cuándo lo había hecho? Recapitulé en mi cabeza: él había llegado, nos había besado en la frente, como de costumbre, había cogido a mamá… Y bueno, ellos se habían quedado muy serios y después, Raúl me había entretenido con su charla, en ese momento debí perderme algo.- Míralo cuando quieras, es una sorpresa. Llévatelo esta noche contigo.
-          Gracias, papá, no tenías que molestarte.
Sonrió frágilmente. Me coloqué la chaqueta y colgué el bolso.
-          Hasta luego.- dije desapareciendo de la cocina y dirigiéndome al vestíbulo.
Fue cuando entonces tomé aire, suspiré largamente y abrí la puerta de la calle saliendo afuera. Cerré, avancé meditativa unos pasos y me volví para observar mi casa, con su sencilla fachada de color blanco, con una gran ventana al lado derecho con verja y tres balcones repartidos a lo largo en la siguiente planta. Iba a irme, cuando me percaté de algo, volví de nuevo a mirar mi casa, ¿cuándo habían pintado esa extraña figura encima de la puerta? Parecía… como un torbellino con agujas doradas… ¿un reloj?
Me encogí de hombros incrédula, seguramente mis padres la habían pintado de mentira para que no olvidara la hora de queda.
Suspiré largamente retomando mi camino, sin darme cuenta de que la señora Ximitsu me había estado observando desde su ventana.

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